La credulidad sospechosa


Al menos hay alguien que cree en la palabra de Puigdemont. Tras la experiencia de 2017, nadie le cree en Cataluña. Los primeros que dejaron de creerle son sus más fervientes partidarios, engañados al menos con dos falsas proclamaciones de la independencia de Cataluña que resultaron ser auténticas fake news, noticias falsas que llegaron a difundirse como ciertas por los medios de comunicación del gobierno secesionista.

No son las dos únicas mentiras salidas de boca de Puigdemont, sino dos piezas del castillo de falacias y promesas incumplidas construido por los sucesivos presidentes independentistas, desde el fundador, Artur Mas, hasta su reticente enterrador, Pere Aragonès, pero especialmente por Puigdemont y Quim Torra, maestros del embuste empeñados en decir lo contrario de la verdad como un sortilegio que convirtiera en realidad lo que no era más que palabrería.

Esas mentiras que ocuparon una década entera engañaron a todos, a quienes deseaban que fueran ciertas y enfriaban el cava en la nevera y a quienes las temían y hacían incluso las maletas o buscaban refugio para sus ahorros, sin olvidar a quienes compartían sentimientos tan contradictorios y preparaban el brindis mientras ponían a resguardo sus intereses materiales, siempre por encima de los patrióticos, por supuesto. Ni unos ni otros, ni los abundantes mediopensionistas, creen en nada ahora, aunque el mantra fastidioso de las ficciones y los relatos siga perforando nuestros oídos, como una salmodia destinada a preservar la creencia independentista.

No se lo creen, por supuesto, los militantes, votantes y dirigentes del Partido Popular en Cataluña, pero cuentan con la milagrosa excepción de su jefe supremo, Alberto Núñez Feijóo, que da por buena la palabra de Puigdemont. Lo hizo la pasada semana en Barcelona, ante sus estupefactos partidarios, cuando reconoció de nuevo los contactos con el expresidente y exhibió las coincidencias con Junts, como si activara la fructífera fibra histórica de las afinidades entre la derecha nacionalista catalana y el Partido Popular, tanto en política económica como a la hora de evitar que gobierne la izquierda.

Todo esto está muy bien. Nada más saludable para la democracia que una derecha capaz de pactar de nuevo con los nacionalistas catalanes y vascos. A esta ecuación se deben los mayores progresos del autogobierno catalán desde el primer Estatut. El pacto con los nacionalistas está en los cimientos de la transición y de la Constitución. Sin regresar a este camino pactista difícilmente se puede gobernar España.

Tiene además consecuencias inmediatas. Puigdemont no es un personaje maldito y detestable. Merece respeto y atención. Feijóo sabría cómo encontrar la fórmula para obtener sus siete votos si los necesitara para su investidura. Por fortuna, todos los políticos democráticos son iguales cuando aparece la oportunidad excepcional de alcanzar el poder. Con discreción, elegancia incluso, el presidente del Partido Popular viajó a Barcelona para confirmar estas obviedades. Por si acaso.

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